Agón Baires Puntapié inicial en periodismo deportivo
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también fue incluido por Juan José Sebrelli en El
fútbol, donde además se encuentran Roberto Arlt, H.A. Murena,
Bernardo Carey, Bernardo Verbitsky, Ezequiel Martínez Estrada y del
propio recopilador (Editorial Jorge Alvarez, Buenos Aires, 1967, 150 págs.).
La visión excede largamente de un intelectual clásico, de biblioteca,
frente a una manifestación masiva, popular. La división de Buenos
Aires en clanes, la fascinación por la pelota y el valor de ícono de
los colroes de la camiseta, la atracción de los políticos por esta
expresión, mucho más en la época en que lo hace, lo convierte en un
documento y un testimonio ineludible. Sumamente
polémico, claro, pero por eso mucho más rico. Para derrumbar las
fuertes argumentaciones esgrimidas, las durísimas conclusiones y los no
menos agresivos juicios de valor hay que sacar toda la batería. Y no de
los vestuarios. Sino también de la biblioteca. Quizá de otra
biblioteca, no la misma del santafesino autor de Radiografía de
la pampa, pero no se le puede responder con hinchismo, silbidos
o papelitos.Los subrayados no son del original. EZEQUIEL MARTINEZ ESTRADA LA CABEZA DE GOLIAT (1940) ESTADIOS EL
PUEBLO DE LA metrópoli tiene sus pasiones hondas e irrefrenables. Una
de ellas, la más típica y vehemente, toma el aspecto eterno del fútbol.
Los estadios de deportes,
construidos especialmente para los espectáculos de ese tipo, con
capacidad para más de cien mil personas, se
convierten los días feriados en templos al que concurren feligreses de
un culto muy complejo y antiguo. La forma que reviste es
sencilla: asistir con desbordante
apasionamiento a un partido de fútbol que el espectador profano jamás
podrá sentir qué significa. Es un acto que acumula el violento
deseo de lucha, el instinto de guerra, la admiración a la destreza, el
ansia de gritar y vituperar. No es un juego, por supuesto, sino un espectáculo semejante a una ceremonia religiosa con que los pueblos
antiguos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la
ciudad sometidos por la disciplina y las normas de convivencia social.
Con la misma necesidad catárticas se va a la iglesia y se iba al teatro
de Dionisios. Desde
horas antes de iniciarse el partido afluyen a las tribunas toda clase de
gente, desde todos los barrios de la ciudad. Trenes atestados, tranvías,
ómnibus y coches que en ocasiones se alquilan colectivamente
transportan a una población que el
resto de la semana se somete a las tareas sedentarias y acata las demás
ordenanzas urbanas. Ese día pertenece a la divinidad de ébano.
La pista, de un atenuado verde de gramilla, se destaca en el redondel de
las gradas que forman un anillo viviente y vibrante. Es la misma plaza
de toros, la misma disposición romana del circo, y es
la misma muchedumbre que espera ansiosa el misterio de su brutal
purificación. EI horizonte se recorta en el cielo; las altísimas
paredes de circunvalación del estadio se levantan por encima de toda
perspectiva. No existe la ciudad, no
existe el mundo. E1
círculo de espectadores encierra como en una isla apartada de la vida, de la historia, del destino, una población
que ha roto todo vínculo con la familia y el deber. Han borrado de su
memoria todo el pasado, han suprimido su propia existencia de ciudadanos
con nombres, edad, domicilio y oficio, para reducirse a entes
abstractos, entidades de pasión incandescente de libres e
irresponsables efusiones. Cuando aparecen en la pista los
jugadores, un torrente de voces rueda por las gradas y se eleva al
firmamento vacío. Entonces
se opera el misterio de la fascinación.
Desde ese instante el estadio se desconecta de la tierra y emprende su
marcha de bólido a través de un piélago de emociones. Es como la sala
oscura del cinematógrafo: un lugar
fuera del espacio, del tiempo y de la realidad. Los
jugadores, vibrantes en la misma onda caliente del público,
concentrados en sus músculos, como los rayos del sol con la lente, las
miradas y los impulsos de la pasión, juegan como si defendieran su vida
de las fieras. Es la pelota como
el león o el toro, un objeto que asume
un significado simbólico, de un
valor que no puede medirse sino por la tensión de quien combate a
muerte. La
pasión de los jugadores y del público no es pura, como tampoco en las
carreras, donde el interés de la apuesta absorbe al espectáculo magnífico
de los caballos y los jinetes con chaquetillas de colores. En
la pasión que hierve en los estadios de
fútbol están en combustión todas las fuerzas íntegras de la
personalidad: religión, nacionalidad, sangre, enconos, política,
represalias, anhelos de éxito, frustrados amores, odios, todo en los límites
del delirio, en fundida masa ardiente. Los jugadores van
liberando, exacerbando, sofocando esos líquidos ígneos como si
maniobraran en cauces con diques y fosos en que ese raudal toma forma.
Las alternativas del juego configuran la monstruosa fisonomía pasional
de cien mil seres homogeneizados en los saggars de los altos
hornos humanos. Los
jugadores sólo en segundo término tienen personalidad. Ante todo
representan a un club, y eso es lo que atrae o repele a los adeptos. La
insignia adquiere la importancia de un lábaro; la lucha es del carácter
religioso de las cruzadas. y es únicamente en los días hábiles,
en las fotografías de las revistas y en las láminas de colores, donde
las figuras más destacadas o el team entero cobra valores
de icono; cuando atemperados los ardores de la pasión encendida,
la idolatría se mantiene en los límites del fervor y la devoción.
Mientras el juego dura, es un club contra otro, una enseña contra otra,
los adictos contra los adversarios lo que actúa, se mueve y enciende la
pasión. En
cierto modo todos los afiliados a ese
club más los simpatizantes vienen a configurar un clan. Mucho mejor que
en barrios y en clases sociales, la población de Buenos Aires se
encuentra dividida en clanes, según los clubes de fútbol, y esos
clanes pueden coincidir no con el plano de la ciudad, aunque la
simpatía no establezca entre los individuos ningún vínculo superior
al de un previo acuerdo. La condición
positiva del clan es la tensión contra los demás clanes; tiene como
función esencial la descarga de enconos y esto da los caracteres bélicos
entre los clanes, en que los miembros de cada uno de ellos no se sienten
ligados entre sí sino en cuanto combaten juntos contra el enemigo común.
Estos
tumores dominicales y festivos que forman y se disuelven
inadvertidamente para la actividad restante de la urbe, purgan a sus células
patógenas de peligrosas fuerzas antisociales que podrían hacer
trepidar la ciudad y, en cualquier grado, henchirla de humores y gases
maléficos hasta que estallara. Purgados así los espíritus para
llamarlos de algún modo, los ciudadanos regresan a sus casas despojados
de una carga hostil, aun cuando su club haya perdido y lleven en el
corazón los resabios amargos de la derrota que los alcanza a ellos,
inevitablemente, con visos de desdicha personal. Ese encono, esa
amargura están purgados también. Son formas atenuadas y de laboratorio
de aquellos virus destructores. Pero tampoco, para ser justos, debe
atribuírseles a los pobres adeptos más culpa de la que tienen. Es
el clan, institución eterna, que los precedió por decenas de millares
de siglos y que los sobrevivirá con no menos largueza, el núcleo de
esas fuerzas antisociales y disolventes que se cuajan con aspectos
deportivos y mancomunales. La ciudad engendra esos tumores que
rellena con ciudadanos; ellos no vienen a tener otra intervención que
la de los rehenes que no se sabe
por qué destino han de aplacar con sus vidas las furias de las
divinidades de ébano. Toda ciudad se gesta partenogenéticamente sus
estadios de box, de fútbol, de competiciones violentas, sus hospitales,
sus bibliotecas, sus comisarías y sus hampas. Está en el plano de la
ciudad. “El
estadio,
donde se reúnen las grandes multitudes para presenciar esos espectáculos
es, lo mismo que la fuerza de la policía, uno
de los estigmas característicos del régimen metropolitano; aquí
está, si es que existe en alguna parte, su drama
esencial: la proeza espectacular y la muerte espectacular. “En
la mayoría de esas exhibiciones se estimula un sentido invertido de la
vida, como consecuencia del miedo y de la proximidad de la muerte.
La mutilación de las víctimas destinadas al sacrificio es uno de los
momentos intensos del espectáculo, tal como ocurría antaño en los
combates de gladiadores romanos o en los asesinatos exigidos por el
ritual azteca. Sin la muerte, o la
amenaza de la muerte, el populacho siente que ha sido engañado; por eso
es necesario reforzar la intensidad de los juegos menos peligrosos,
tales como el béisbol o las carreras de caballos, con apuestas, a fin
de alcanzar el grado de excitación que produce una competencia de
cowboys o una carrera de automóviles. No
sólo los que presencian esos mórbidos espectáculos sienten las
emociones que producen sino también aquellos lo suficientemente humanos
como para aborrecerlos, pues la radio y el diario les darán todos los
detalles de esas exhibiciones. “ Lewis Mumford La cultura de las ciudades (IV, 12) Cuando
esas conglomeraciones adventicias revisten su papel auténtico,
despojadas del hábito circunstancial con que asisten al estadio, es al
derramarse por la ciudad, regularmente en camiones, agitando sus lábaros
y entonando estribillos de júbilo que
no alcanzan a ser canciones. Son gritos, actitudes que se vociferan y se
arrojan a la cara de los transeúntes, bocanadas de ancestrales hálitos
de caverna. Se
siente un estremecimiento en las carnes no menos antiguo que esas voces.
Esas partículas de población pueden
polarizar por cualquier motivo de análoga naturaleza. Son las que también
engruesan las manifestaciones políticas, en muchedumbres que emplean
los mismos estribillos, con las mismas tonadas y el mismo agresivo ademán.
Antes eran también las máscaras que, desgraciadamente, van
desapareciendo o cambiando de disfraces. Los políticos hacen presa, como las fieras al acecho, de esas muchedumbres. Se entregan aparentemente a ellas; concurren a sus estadios para exhibirse y, si están en el poder, descienden a veces a la pista para iniciar el juego. La muchedumbre los aclama o los silba y es lo mismo. E1 político sabe que aplauso y silbido significan una demostración pasional, un santo y seña de entusiasmo irracional, que tarde o temprano ha de servirles. ARRIBA * INFORMES * TRABAJOS * NOTICIAS * LINKS * CORREO * INICIO |